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Juan 3:16 |
Un día en Filadelfia, el caballo de un carro asuntó y huyó. El
dueño, corrió y se agarró de las riendas.
“Déjelo ir, déjelo ir”,
gritaba la gente, temerosa por la vida del hombre, pero el no hacía caso. Cayó
en tierra, fue arrastrado, se levantó y por fin, mal herido y deshecho, pudo
detener al animal.
¿Por qué no lo soltaba? le
decían, “Su vida vale más que ese miserable animal”. Al oír esto, contestó:
“Miren adentro del carro, ¿ven ese niño? Es el único hijo que tenemos”.
Entonces entendieron todos.
Este incidente es un débil
reflejo del sacrificio inmenso de nuestro Salvador. Cuando estaba colgado en la
cruz, la gente le denostaba diciendo: “Sálvate a tí mismo si eres Hijo de Dios,
desciende de la cruz”.
El Señor no prestó oído al
desafío, no descendió de la cruz, pues había un mundo perdido que salvar. Me
amó y se entregó a sí mismo por mí.
Tomado de El
Sembrador, Revista Fuego de Pentecostés Nº 222 Año 1947
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